martes, 27 de julio de 2010


Otras de tantas veces estoy poniendo un pie en el coche, el motor ruge al arrancar y me inunda la tristeza de abandonar de nuevo el pueblo.

Siempre la misma imagen, año tras año, mis abuelos permanecen inmóviles en la puerta de su casa se despiden de mí con la mano levantada, mientras el coche se aleja rumbo a mi hogar.

Los últimos veranos están siendo cortitos, entre el trabajo y motivos personales, ya no queda nada de aquellos largos tres meses, han ido dejado paso a pequeños puentes.

Mientras uno vive las horas en ese lugar no se da cuenta que el tiempo avanza y que pasa rápido. Pero llega el momento de despedirse, entonces comienzo siempre el mismo ritual. Subir a ver las vistas de la terraza, recordar todos esos momentos de juego con mi prima, las dudas de la adolescencia que buscaban respuestas mirando la torre de la iglesia… bajo solo queda recoger el bolso y las pequeñas cosas de mi habitación, trato de quedarme con todos los detalles para que se fijen en mis neuronas. Y luego la despedida, la parte más difícil.

Cada vez me cuesta más separarme de ese sitio, de mi gente. Me alegro de año tras año nunca cambie, el mismo aroma, las mismas cosas… pero hay algo que si que cambia y somos nosotros.

Nosotros nos hacemos mayores, ya queda poco de la niña que abultaba dos palmos del suelo y deja paso a una mujer que se entristece al ver que sus abuelos tampoco se quedan como están y que se hacen mayores, mas achaques, más tozudeces, menos energía y paciencia.

Por eso cada vez que pasó tiempo en el pueblo, a pesar de lo que piensen otros, trato de disfrutar al máximo del gran privilegio que es poder conocer a mis abuelos, porque? Porque nadie sabe que es lo que pasará mañana.
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Como pasa el tiempo....

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