sábado, 28 de abril de 2012


foto de blog.48bits.com


Le miró a los ojos y le grito: “¡corre!”, parecía no escucharle pues su ritmo fue más lento.  Sus brazos uno corto y otro largo parecían inertes.

Sentía angustia, los nervios se apoderaban de ella, pero por mucho que le tocaba, por muchos golpes que le daba, no parecía reaccionar.

“¡Tú no lo entiendes!, necesito que corras, necesito que llegue el momento. Tengo miedo de que suene el teléfono, de que me diga esas palabras que no quiero escuchar porque sé que me harán pensar una y otra vez en lo mismo. Por última vez te lo pido… ¡corre!”

Estaba a 5 minutos de acabar su agonía cuando sonó el teléfono. Su mente le traicionó,  descolgó sin más. Las palabras se quedaron grabadas y el miedo a no haber dado la respuesta correcta  crecía por momentos, ya estaba perdida. Estaría todo el fin de semana pensando en si habría hecho lo correcto o no.

“Te suplique que corrieras, que tus agujas marcaran las dos para terminar mi trabajo y ahora estoy perdida porque escuche esa voz que me pedía una respuesta.”

Ante su acusación, él le contestó con sus manijas, una pequeña  y otra grande,  en paralelo hacia el dos: “lo siento, yo marco el ritmo con mi tic-tac y no puedo hacer nada para correr más. El problema es tuyo, tienes que aprender que lo más difícil de esta vida es enfrentarse a las cosas, no intentar escapar de ellas”.


 

Bajo ese cielo gris que nos arrojaba lluvia, bajo la copa de aquel árbol donde te alcancé y tú te volviste con los ojos llorosos.

Allí sentí que una mano férrea me tapaba la boca, enmudeciendo cada palabra que intentaba pronunciar, cada frase que intentaba formular en excusa a tus verdades.

Intentando separar los labios que parecía sellados, me convertí en tartamudo. Y ante tu asombro y tu desconcierto logre pronunciar un “lo siento”.

Abatido ante tremendo esfuerzo, me sentí desnudo ante tu atenta mirada. Te balanceaste sobre tus pies y yo con miedo observé como  giraste sobre tus talones, pronunciando por última vez,  “ya es tarde”.
lunes, 23 de abril de 2012


Cuando abrí el libro por la página 37, ya estaba enganchada sin remedio a él. Me había llamado desde ese rincón de la estantería, y me había dicho que se convertiría en mi mejor amigo, lo dudé. Nunca fui dada a tener amigos de esa clase, pero opte por darle una oportunidad. 

Ahora sentada en este vagón del metro, supe que no me podría separar de él. Me había guiado durante un trayecto de 30 minutos, a las entrañas de una familia residente de uno de los barrios más pobres de París. Y sentía una fuerza incontrolable, que me impedía dejarle abandonado bajo la tutela de un simple marcapáginas. 

Poco a poco se estaba convirtiendo en ese amigo que me prometió, un amigo fiel al que nunca se le acaba la batería, al que permanece imperturbable en la estantería, ese al que se le dedica un día entero para recordarle… ese es ahora mi amigo fiel. 



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